Limpieza lingüística
¿Cuántas generaciones habremos de esperar para que en nombre de un fin dejen de imponerse medios excluyentes y xenófobos? ¿Cuánto tiempo se creerá el ciudadano este abuso impresentable de los amos de la masía?
Antonio Robles
Empezó hace muchos años. Siempre la ocultaron. Como la quiere esconder ahora el conseller Ernest Maragall en el papel de poli bueno, después de que el documento de ERC deje meridianamente claro que en la escuela no quieren oír una palabra en castellano. Es preciso, dice el socialista, "conseguir la adhesión voluntaria, sensible e inteligente del alumnado a nuestra lengua". Agradecería sus palabras si representaran algo más que un escudo protector para que su electorado mayoritariamente castellanohablante no lo mande a él y a su partido a la oposición.
Si realmente considera que la lengua no ha de imponerse en exclusiva por la fuerza, ¿por qué impone la inmersión en secundaria? ¿Por qué dispondrá de 2,3 millones de euros para alistar en trucos normalizadores a 3.000 profesores? Entendería la medida si fuera generalizada para todas las lenguas, pero ¿por qué para enseñar catalán y no para hacerlo con el castellano o el inglés? ¿Por qué considera un peligro a la lengua española que traen los inmigrantes sudamericanos a las aulas catalanas?
Se entiende que deba mantener el tipo frente a sus compañeros de gobierno, ERC e ICV, además de hacerlo con la oposición de CiU para demostrar a ver quién de ellos le da más sopapos a los derechos lingüísticos de los castellanohablantes. Aunque ustedes no se lo crean, compiten por ello con descaro. Sé que es ridículo, pero esta es la principal distracción de nuestros parlamentarios nacionalistas en los plenos y en la prensa.
Habrá que llamar a las cosas por su nombre. La falta de pudor democrático que hacen gala los de ERC forzando una y otra vez la exclusión de la lengua común de todos los españoles de las aulas catalanas tiene un nombre: racismo cultural. Pretenden que hablen en catalán hasta los profesores entre sí y con los alumnos en pasillos y patios. Ya se hacía antes, allí donde llegaban sus tentáculos nacionalistas, pero ahora lo quieren hacer cumplir por norma. Por menos indicios, a Le Pen se le adscribió a la ultraderecha francesa y es considerado un racista. ¿Por qué a quienes con tanto descaro desprecian directamente los derechos lingüísticos de la mitad de los catalanes, e indirectamente los de la otra mitad, no se les llama por su nombre?
Hay una explicación: el victimismo lingüístico y nacional, un auténtico conjuro que lo justifica todo. En nombre de la supuesta debilidad del catalán frente al castellano (todavía siguen esparciendo el miedo a la desaparición de la lengua catalana), está legitimada la discriminación positiva y generalizada. El propio presidente de la Generalitat, el socialista Montilla, lo volvió a confirmar el miércoles 12 de julio de 2007 en el Pleno de Parlamento de Cataluña: su gobierno impondrá "inmersión y discriminación positiva porque nuestra lengua lo necesita". En singular, por lo que se ve, la que trae de su casa ya no es la suya ni la nuestra.
¿Cuántas generaciones habremos de esperar para que en nombre de un fin dejen de imponerse medios excluyentes y xenófobos? ¿Cuánto tiempo se creerá el ciudadano este abuso impresentable de los amos de la masía?
Sin darnos cuenta nos hemos acostumbrado al mal. Habrá que ponerle nombre: racismo cultural, limpieza lingüística. No son indicios, son hechos constantes, diarios, medidas y disposiciones y proposiciones de resolución y mociones y enmiendas y normas y leyes, incluido el Estatut. Sus máximos valedores van en coche oficial, se sientan en nuestros escaños y escañan nuestros derechos. Pero son gente decente y limpia, se visten con las mejores ropas, son educados, civilizados y hacen homenajes a todas las víctimas de malos tratos, de todos los holocaustos y denuncian todas las discriminaciones y guerras del mundo. Son gentes bondadosas, cariñosas, pacíficas, feministas, comunistas, socialistas, liberales, de derechas y algunas comulgan a diario. Todos están de acuerdo, sin embargo, en hacer una excepción si de lo que se trata es de tolerar, aceptar o convivir con los únicos derechos conculcados en su propio hábitat, cuyas víctimas son las únicas con las que tendrían oportunidad real de practicar la solidaridad que demuestran en sus escenas altruistas de salón.
No quiero ser duro, sólo real: sólo hay dos diferencias entre la exclusión franquista de los derechos lingüísticos de todos los españoles y la exclusión catalanista. La primera es que Franco la impuso mediante una dictadura y el catalanismo excluye incumpliendo leyes constitucionales desde un sistema democrático. La segunda es que en la dictadura franquista, ninguna de las lenguas excluidas era legal ni se podía estudiar en la escuela ni siquiera como lengua extranjera. Hoy, en democracia, el castellano está excluido como lengua vehicular, se le ningunean horas y prestigio, se le excluye de todos los espacios que caen bajo el poder nacionalista, pero es legal y se estudia aunque sea como lengua extranjera.
No quiero ser ni cínico ni irónico. Sólo objetivo. Esta última diferencia junto al hecho de vivir en un sistema democrático es fundamental, aunque no sea suficiente. Por eso, entre otras cosas, yo puedo escribir este artículo y poner un nombre a la exclusión: racismo cultural. Así que dejen de lamentarse y luchen por sus derechos, que se puede.
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