Arcadi Espada
Querido J: Te confieso que aún no me he repuesto del enorme espectáculo de derrota que acaban de protagonizar los políticos y los medios españoles, y que te escribo en pleno desconcierto general. Hasta tal punto habrán llegado las aguas que las últimas medidas tomadas por el Estado respecto a De Juana y Otegi refuerzan, paradójicamente, la impresión de crisis y de fragilidad que muestra la actividad pública. Los hechos están perfectamente resumidos en la portada que mostraba la mayoría de los periódicos al día siguiente de que ETA hiciera pública su intención de volver al asesinato. Un primer plano del presidente del Gobierno, turbio y ojeroso, metaforizaba su derrota. No era una foto de archivo, es decir, uno de esos gastados recursos con que los periódicos subrayan sus intenciones. La foto pertenecía a lo real, en sentido estricto, y había sido tomada mientras el presidente respondía con solemnidad, urgencia y desmoralización al comunicado terrorista. Desde luego, éste fue el primer escalón de la derrota. Con razón ha dicho Felipe González que él jamás habría respondido a los terroristas y que de hecho no lo hizo cuando le llegó la hora de reconocer que no podía seguir negociando con ellos. Por supuesto. El presidente del Gobierno había aparecido ante las cámaras como si hubiera perdido las elecciones generales. Es decir, como si ETA fuera un adversario político que le hubiese vencido. No sólo hay que fijarse en el rostro que se dejó fotografiar el presidente. Es preciso atender también a lo que dijo. El verbo equivocarse fue el núcleo de lo predicado. «ETA se ha equivocado». No quiso decir que ETA se había equivocado con el Gobierno al plantear reivindicaciones que el Gobierno nunca podría satisfacer. ¡Quia!: esa hipótesis de firmeza nos habría alegrado la vista. No: sólo decía que ETA se equivocaba volviendo a la lucha armada. ¡Como si un error pudiera equivocarse! El académico trato del presidente y la exhibición plástica de su derrota era la culminación visible de una estrategia que, letal e insidiosamente, se ha apoderado de la vida española: la normalización de terroristas que no han dejado de serlo. Una estrategia de la que es responsable, en primer lugar, el presidente y su adánica vanidad, y que permite entender cómo la vuelta de ETA supone una derrota de la clase política española. Falso y absurdo sentimiento y, no obstante, mucho más generalizado entre los ciudadanos de lo que parece, gracias a la torpe interiorización presidencial de un fracaso que es, sobre todo, el de sus enemigos. En efecto: un mínimo de objetividad, aislado de las particulares y estrábicas circunstancias españolas, permite deducir que el regreso etarra supone una derrota para todos aquellos que dan sentido político a su delincuencia. En primer lugar, por cierto, los nacionalistas vascos; y en último, sus presos, doblando por el camino todos los recodos de lo que llaman la izquierda abertzale. El terrorismo etarra, como cualquier otro, no tiene ciudadela ni palacio de entretiempo que conquistar. Su única posibilidad de vulnerar el pacto social (aspiración de cualquier terrorismo) está en la negociación. Pues bien: nunca habían encontrado un Gobierno más ilusionadamente dispuesto; nunca una sociedad política más fragmentada; nunca un ambiente español más dominado por el nacionalismo. Es improbable que el acarreo de sufrimiento que prevén (y entre el que está también, aunque suela olvidarse, su propio sufrimiento) vaya a colocarles en una posición mejorada. El único objetivo del terrorismo etarra es la negociación. Sólo teniéndolo en cuenta podrá comprenderse el grave error del Ejecutivo al igualarse (desgraciadamente: la negociación era también su único proyecto político) y la magnitud del fracaso etarra. De la innoble tarea de igualación moral y práctica entre terroristas y demócratas no sólo es responsable el Gobierno. La oposición ha participado destacadamente. El Partido Popular no estaba obligado a apoyar la negociación con los terroristas; ésta es una máxima sandía muy del gusto socialdemócrata. Más obligado estaba el Gobierno a rechazar las conversaciones, si la oposición no le apoyaba. Pero el Partido Popular no se ha limitado a despreciar la negociación, sino que ha diseminado un constante y destructivo juicio de intenciones sobre el Gobierno, basado en la evidencia (que sólo ellos vislumbraban) de que el poder democrático había cedido. Hubo días en que, puesto el micrófono sobre la boca de algún dirigente popular, sólo se escuchaba un grito y una arenga: «¡Navarra, Navarra!». Ahora el juicio de intenciones se desmiente solo (desmentir es negar con pruebas y las pruebas están en el comunicado terrorista), pero las consecuencias son fáciles de advertir: la oposición igualaba Gobierno y Terror respecto a la posibilidad de incurrir en el delirio. Una grave vulneración del orden y la jerarquía moral que dejará secuelas. Para combatir la negociación, el Partido Popular no necesitaba acudir a juicios de intenciones: le habría bastado con negarse a asumir lo que el Gobierno daba por negociable: esto es, las penas de cárcel. O sea, el precio político que no se reconoce como tal. Aunque es cierto que la negativa le habría costado un esfuerzo intelectual y político que tampoco la oposición parece en condiciones de afrontar. Siempre es más cómodo hacerse el macho con fantasmas. Por último, la prensa. En su relación con la política, siempre es un asunto complicado decidir hasta qué punto refleja un orden previo o hasta qué otro lo construye. Pero, en cualquier caso, la cobertura general del caso ha alentado la ficción de que la negociación fructificaría. Entre los instrumentos de esa ficción destaca la legalización mediática de Batasuna, que ahora debe hacerse compatible con el ingreso de su principal líder en la cárcel. La prensa creía anticipar (y ayudar a) la disolución de ETA como anticipó la transición democrática. El estupor y la derrota descritos el día después son también su estupor y su derrota. La prensa española no ha generado un protocolo sobre el tratamiento del terrorismo. No lo tuvo en los ochenta, cuando los asesinados eran enterrados con un breve, ni ha demostrado tenerlo ahora. Los deontólogos (y destacan en el oficio los catalanes) se dedican a medir las porciones de cadáver que pueden aparecer en las fotos y cada cuánto. Nada han dicho, sin embargo, de este imponente ejercicio de legalización. Es difícil de saber si la Policía, los jueces y el Estado mismo se pusieron en tregua; pero no parece que haya dudas sobre la evidencia de que el periodismo sí se la tomó. El periodismo en tregua es un feo oxímoron: sobre todo si la tregua acaba mal. Entre las averiguaciones interesantes del tiempo que viene está la de saber si el discurso etarra regresa a la clandestinidad o se ha instalado en los periódicos para siempre. Lo que desde luego no es más que una parte de la grave cuestión principal: cómo el sistema democrático restablece en España, y al menos para los criminales, el tratamiento de usted.
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